La “presunción de inteligencia” 

¿Son realmente inteligentes los públicos de las empresas e instituciones? No nos estamos refiriendo a los individuos, sino a los colectivos: empleados, clientes, ciudadanos… Algunos sostienen que son inteligentes, y que es interesante escucharlos, no solo porque están más empoderados, sino también porque pueden aportar experiencia, conocimientos y sugerencias al servicio de la eficacia de los proyectos. Otros, en cambio, sostienen que los públicos son incoherentes, manipulables y que en realidad no saben qué es lo que les conviene a ellos y a las organizaciones. Es decir, unos creen que los públicos son inteligentes y potencialmente colaboradores, y los otros están convencidos de que son ignorantes y manipulables.

Hay teorías y ejemplos para todos los gustos, que parecen dar la razón a unos o a los otros. ¿Alguna de estas dos ideas sobre la inteligencia de los públicos tiene más respaldo en los hechos de la realidad? ¿Alguna de las dos es más ‘verdadera’? Objetivamente, no. No existe un “inteligentómetro” que permita inclinar la balanza para determinar si un colectivo es inteligente o no. Ni siquiera tiene sentido preguntarse si una de estas dos suposiciones tiene razón, porque lo que pretendería “medir”, o “demostrar”, es arbitrario. Los públicos de los proyectos y estrategias de las organizaciones (empleados, clientes, directivos, ciudadanos, etc.) no son inteligentes ni tontos, sino un conjunto de realidades y situaciones complejas, variables y en muchos casos contradictorias.

A pesar de que no es posible zanjar la cuestión mediante un veredicto sobre supuestos hechos objetivos, no podemos escapar a la predisposición, consciente o inconsciente, hacia una de las dos suposiciones. Todos tenemos alguna de las dos tendencias en alguna medida. Por otra parte, tengamos en cuenta que existe un fenómeno ante el que debemos estar en alerta: es el síndrome Dunning-Kruger. Se ha demostrado que los individuos más incompetentes tienden a sobrevalorar su nivel de competencia y, complementariamente, tienden a subestimar el nivel de competencia e inteligencia de los otros.

En realidad, cualquiera de las dos convicciones, suponer que los públicos de la organización son inteligentes, o que son ignorantes y manipulables, no es más que un prejuicio. Y teniendo en cuenta que los datos de la realidad son filtrados a través de “sesgos de confirmación” en las percepciones, los que tienen la presunción de que los públicos son inteligentes encontrarán numerosos ejemplos de que tienen razón, y los que están convencidos de lo contrario también verán confirmado su prejuicio con muchas supuestas pruebas.

Todo esto no tendría demasiada importancia, si no fuese por el hecho de que tener uno u otro de los dos prejuicios produce efectos opuestos sobre la eficacia de los proyectos de las empresas, y sobre el éxito o fracaso en las relaciones con sus públicos.

Si los directivos de la organización o los líderes de un proyecto imaginan que sus públicos son inteligentes, tendrán más interés en escucharlos para incorporar esa inteligencia en las estrategias. En ese caso, sentirán respeto y empatía hacia sus públicos, y estos percibirán, consciente o inconscientemente, ese respeto y empatía en todos los comportamientos y mensajes de la organización. Si, por el contrario, los líderes de los proyectos subestiman la inteligencia de los públicos, y desprecian el valor de sus posibles aportaciones, serán incapaces de provocar efectos positivos en la relación con ellos, a través de sus comportamientos y mensajes, a pesar de que hagan esfuerzos por manipularlos con astucia. Los que siembran empatía podrán cosechar empatía, y los que siembran desprecio cosecharán desprecio tarde o temprano.

Pero las dos posibles presunciones -que los públicos son inteligentes o que son ignorantes- no solo producen efectos directos sobre la eficacia de los proyectos que la organización desarrolle, sino que, además, producen efectos estructurales -invisibles pero reales- en la identidad de los públicos y la de la organización. Esto se debe a que la identidad (la de un individuo, la de una organización, la de un colectivo…) no es una configuración autónoma, ni responde al voluntarismo, sino que se constituye en espejo, a partir de las relaciones con “los otros”. Suponiendo cómo son los públicos construimos no solo una imagen sobre ellos, sino también nuestra propia identidad corporativa. Tal como decía Charles Horton Cooley en su teoría del Yo en Espejo: “Imagino tu mente, y especialmente lo que tu mente piensa acerca de mi mente, y lo que tu mente piensa acerca de lo que piensa mi mente acerca de tu mente.” Si tenemos una imagen negativa de nuestros públicos construimos una imagen negativa de la relación con ellos y construimos una identidad negativa de nuestra organización. Cuando escuchamos a los públicos porque creemos en su inteligencia también construimos nuestra identidad, pero desde una perspectiva de inter-legitimidad.

Ahora pensemos en una investigación de consulta a los públicos al servicio de un proyecto de la organización. En este caso, los prejuicios positivos o negativos que tenemos sobre la inteligencia de los públicos producen efectos sobre la inteligencia real de los públicos. Por ejemplo, si cuando preparamos una encuesta estamos suponiendo que los públicos pueden aportar respuestas inteligentes y útiles para la eficacia del proyecto en juego, la elaboración de las preguntas del cuestionario será más inteligente que si suponemos que solo hacemos la encuesta para recoger datos, y las respuestas de los encuestados podrán ser más fecundas. Si, por ejemplo, en unos focus groups suponemos que los participantes son muy inteligentes, eso lo notarán, y como efecto se elevará el nivel de inteligencia en sus aportaciones.

Robert Rosenthal estudió el fenómeno de este tipo de profecías autocumplidas cuando se tienen expectativas positivas o negativas sobre las personas. Si se tiene la convicción de que unas personas son inteligentes y competentes, se vuelven realmente más inteligentes y competentes. Este es el denominado efecto Pigmalión”. Cuando se supone que son poco inteligentes terminan siendo menos inteligentes y competentes. Este es el “efecto Golem”. Estos efectos fueron estudiados y demostrados en diversas investigaciones, tanto en el ámbito pedagógico como en el de recursos humanos.

Para nosotros, hay una dimensión aún más interesante: cuando en una investigación nos limitamos a estudiar a los públicos, pero suponemos que sus puntos de vista no podrían aportar algo a la inteligencia de un proyecto, nuestra propia inteligencia como investigadores se verá limitada. En ese caso, obtendremos datos, pero seremos menos capaces de producir insights de valor estratégico. Si, por el contrario, como investigadores partimos de la suposición de que los públicos son una fuente de inteligencia, prestaremos máxima atención a sus aportaciones, y podremos extraer oro de las rocas. Seremos más inteligentes al analizar e interpretar los resultados de las investigaciones, y además iremos construyendo una identidad profesional más fecunda, con capacidad de aportar no solo datos, sino una función de consultoría estratégica.

También los investigadores construimos nuestra propia identidad en espejo, a partir de la forma de relacionarnos con los públicos a los que consultamos.

Desde este punto de vista, tener la presunción de inteligencia, es decir, el prejuicio de que los públicos son inteligentes, competentes y potencialmente colaboradores es una apuesta estratégica de máximo valor. En las relaciones con los públicos, es más fecundo renunciar a la astucia -que tiene aspiración manipuladora- y apostar por la inteligencia -que, en su esencia, es compartida y colaborativa.